En 1852 se constituye, finalmente, la zona franca del puerto de Santa Cruz de Tenerife a través del Real Decreto de 11 de julio. Este fue el punto culminante de un proceso que, aunque se había iniciado desde la llegada de los castellanos a la Isla, toma su forma jurídica plena en este momento. Supuestamente, sus consecuencias comenzarían a sentirse sustancialmente en el comercio isleño mediante una serie de libertades que incrementarían las exportaciones y las importaciones y, correlativamente, este cambio conllevaría a un aumento en la calidad de vida de la población.
Desde principios del siglo XIX, surgen voces a ese respecto, al de consideración de puerto franco, por parte de personalidades como las de Graciliano Afonso Naranjo o José Murphy. Tal es así que, en 1822, ambos se refieren en sesión de la Corte a los dos puertos mayores, el de Santa Cruz de Tenerife y el de Las Palmas de Gran Canaria, como escalas en las navegaciones lejanas, tanto de los buques nacionales como de los extranjeros, aduciendo que las Islas Canarias son siete habitadas, y se hallan situadas a más de doscientas leguas de la península, entre los 28 y 30 grados de latitud septentrional. […] Por aquí se vendrá en conocimiento, que al considerar a estas islas para todos los fines económicos y administrativos como si realmente fuesen adyacentes a la península, según así están denominadas, es un error de mucha trascendencia, que hasta ahora no ha merecido consideración, pero que es muy digno de ella[1].
Ambos situaban así a las Islas, si no en latitudes distintas, en un concepto diferente de lo que hasta ese momento se había estimado: simplemente “lejos”.
El propio texto del Real Decreto comienza:
Entre todos los que tienen la dicha de vivir bajo el blando cetro de V.M., difícilmente se hallarán otros a quienes la Providencia haya colocado más ventajosamente sobre la superficie del globo que los que que habitan aquellas islas, que los antiguos llamaron Fortunadas. Y, sin embargo, contra todo lo que de los beneficios de la naturaleza parece que debería esperarse, pocos habrá en todos los dominios españoles cuya suerte sea menos lisonjera.
Situado el Archipiélago de Canarias bajo un grado de longitud hacia el Ecuador, al que no alcanzan los países del antiguo hemisferio fecundado por la actual civilización, se haya destinado a ser el jardín de aclimatación de las producciones intertropicales.
Pero como de nada sirve la especialidad y riqueza de los frutos si por medio de la exportación no se reparte entre los mercados exteriores los sobrantes que deja el consumo, todas las ventajas desaparecen si aquellos puertos por cualquier razón deja de ser frecuentados.
Grande debería ser la concurrencia de naves de todas las naciones en los puertos de Canarias, como el punto más avanzado, y el primero y último descanso de las expediciones que desde Europa se dirigen al Nuevo Mundo buscando los vientos constantes que soplan hacia el Occidente, ya a la frontera costa de África, ya a los mares de Asia y de la Oceanía. Y esta escala debería hacerse en el día más forzosa a medida que se multiplican las líneas de navegación por medio de vapor, por cuanto a las necesidades de la aguada y del refresco se agrega la de la provisión del combustible que ha venido a suplir el oficio de la velas. [2]
En lo concerniente a la literatura, Afonso Naranjo, que además de diputado a Cortes durante el Trienio Liberal (1820-1823), fue también poeta, y cuyo destino estuvo unido al exilio a Puerto Rico (entre otras localizaciones) por haber firmado la carta de incapacitación a Fernando VII, encuentra en esa geografía la forma de entender el territorio de origen. Allí se convierte en aliado de la emancipación colonial, y sobre Canarias escribirá toda una serie de poemas de corte romántico que, por ejemplo, en su llegada de tierras americanas, expresaban sobre el Teide:
Alzad a la voz mía,
las suaves laureadas
Y abandonando la mansión del día
Volad a las dichosas Fortunadas
[…]
Mas no oiréis de Orfeo
los siete tonos de su blanda lira
Ni a Lino, ni a Museo más alzado;
[…]
Tinerfe venerable
veréis sentado con sus guanches fieros,
con blandas pieles su pudor cubriendo;
su lanza interminable
si apoya, saltan, cual halcón ligeros
[…]
Más yo a tus plantas veo
Tus hijas siete, más por í famosas
que por el timbre de la elísea tierra
que dibujó el deseo,
en sosegada paz, siempre abundosas[3].
Este poema, publicado en 1853, es decir, al año siguiente de la declaración de Puerto Franco, se refiere únicamente a lo que de paisaje, en términos mitológicos, podía albergar el territorio insular, puesto que, según Luis-Pablo Bourgon, el reflejo sobre la población de aquel estatus solo se dejó sentir en la burguesía comercial[4]. Afonso Naranjo, que había participado en la lucha por la franquicia no hace directa alusión en sus escritos sobre esta cuestión, no siendo así en en el caso de José Murphy que lo considera una cruzada trascendental proponiendo un régimen económico especial para Canarias, alejado de los monopolios peninsulares y apostando por el libre cambio.
Para Murphy, se trataba de suavizar los rigores de la frontera portuaria, de la condición de isla y de la lejanía. Sin embargo, un análisis menos literal de la franquicia implica que, por una parte, la consideración de “adyacentes” suponía un lastre para la economía y, por otra, el tratamiento de “lejos” adjuntaba las bondades de la exención pero con cierto matiz negativo en lo simbólico. Pero, como diría Pedro García Cabrera, ya en los años treinta del siglo XX, El paisaje canario es de lejanía también. De horizonte. De promesa. Todo nos vendrá del mar[5]. Este proceso de desplazamiento y de asunción es, sin duda, uno de los elementos más importantes dentro de la percepción de Isla y de la formas de relacionarse con ella.
En este punto, cabe relacionar algunos conceptos que han ido apareciendo a lo largo del texto: adyacente, lejos y frontera. En referencia a la Isla, adyacente vendría a componer aquello que, por algún lugar, la toca y permite medirla; lejos estaría relacionado con lo desconocido; y frontera, sería el espacio intermedio y selectivo que propicia o dificulta el intercambio. Desde el punto de vista cultural, esto se tradujo, antes pero también ahora, en sitio de paso, destino de viaje y conciencia de límite, correlativamente a aquéllos tres conceptos. Turista de interior como proyecto para pensar los procesos de Isla, trata de abordar estos dos adverbios y el nombre común desde la creación y la investigación artística.
[1] José Murphy, Breves reflexiones sobre los nuevos aranceles de aduanas (1821), Gran Canaria, Cabildo, Ed. del Exmo. Cabildo Insular de Gran Canaria. 1966, p. 27, 43.
[2] Real Decreto de 11 de julio de 1852.
[3] Yolanda Arencibia, “Graciliano Afonso: del exilio a La Aurora”, en Romanticismo 10. Romanticismo y exilio. Actas del X Congreso del Centro Internacional Estudios sobre Romanticismo Hispánico » Ermanno Caldera» (Alicante, 12-14 de marzo de 2008), Bologna, Il Capitello del Sole, 2009, pp. 7-18.
[4] Luis-Pablo Bourgon, Los puertos francos y el régimen especial de Canarias, Madrid, Instituto de Estudios de Administración Local, 1982.
[5] Pedro García Cabrera, “El hombre en función del paisaje”, en Pedro García Cabrera. Antología, La Laguna, Academia Canaria de la Lengua, 2008, p. 111.